La poeta que no tenía otra opción más que suicidarse
- Andrés Pinzón
- 3 abr
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 10 abr
Ayer vino Luisa a visitarme, nada en ella era sincero, desde su posición incómoda en el sillón hasta el rictus que dejaba ver sus tejidos periodontales a una altura mayor de la normal. Las manos le sudaban y se sobresaltaba cada vez que la madera seca chasqueaba en la chimenea.
Luisa fue la visita número trece en los últimos tres días. Toda una presencia cabalística.
Desde que publiqué en un anuncio de periódico que si no podía volver a escribir un poema me suicidaría, la sala de mi casa se ha convertido en una sala de psiquiatría en la que enfermos de toda índole vienen a intentar curarme. A partir de que Joseph Breuer, en compañía de ese extraño aprendiz llamado Sigmund Freud, hace apenas diez años, crearan ese método platónico llamado catártico, los europeos que se consideran cultos no hacen más que intentar purificar a los otros con purgas banales y pueriles. Yo los miro como si fuese la psiquiatra y no la enferma. Al final de cada conversación me doy cuenta de que una suicida está más llena de vida que otra persona que se jacta de ser prudente. Recuerdo que Aristóteles sostenía que la Φρόνησις, palabra que después se tradujo como prudencia, era algo así como la gran virtud del pensamiento moral. Lo curioso de esto, relacionado con las visitas que he recibido, es que los virtuosos que me han visitado carecen de un pensamiento moral, aunque lleven a cabo una moral viciada por la falta de un pensamiento.
Luis, el amante secreto de Luisa, un hombrecillo pretencioso y altanero que me llega en altura hasta los hombros, afirmaba en el segundo día de visitas que mi vida todavía era un largo camino por recorrer, y la prueba “fehaciente” que tenía, era que mi salud estaba intacta, lo que significaba que Dios no me tenía entre sus planes, y que yo sentía en mi cuerpo como Dios es una especie de asesino a sueldo que por el momento no piensa en matarme. Con una sonrisa lo despaché, no me interesaba en absoluto discutir sobre los planes de Dios o mi inmoralidad al querer suicidarme, que supuse cuando dijo: uno siempre debe tener muy claro qué es bueno y qué es malo. En definitiva lo único claro que me había quedado después de su visita, es que ser moral en nuestro tiempo no demanda pensar. Para Aristóteles eso sería imposible.
Esteban llegó primero, con su cabeza gacha y sus ojos tristes. Desde hace diez años acostumbra a leer el periódico apenas el jovenzuelo lo lanza por debajo de su puerta. Me dijo que al ver mi nombre su corazón palpitó a todo vapor y después de leer el anuncio terminó como un torno de pedal y pértiga flexible accionado con el pie. Me hizo reír tanto, que la conversación giró en torno al torno y logramos olvidar lo del suicidio. Esteban antes de partir fue sincero conmigo, lo que más le preocupaba no era que me suicidara sino que no volviese a escribir más poemas. Se confesó un asiduo lector de estos. Como sus palabras me conmovieron, fui a mi habitación, y entre una maraña de papeles logré sacar un folleto gris de borde marrones cosido en el que guardaba mi último trabajo poético, antes de caer en la desgracia de no poder escribir ni un solo verso.
Marta también arribó el primer día, pero fue la última en hacerlo. Llegó acelerada, como acostumbra. Después de contarme los ires y venires de su día, recordó que casi olvida lo del suicidio, y me reprendió con un golpecillo en mi espalda que sentí como una conmiseración.
Lo único que recuerdo de las vicisitudes de su jornada fue la ira que la embargó durante laclase de violín de su hija. Cuando llegó a la casa del profesor, este la recibió indiferente y loúnico que se le ocurrió decir fue que estaba mejor peinado el violín que la estudiante, y esoque las cerdas eran de pelo de caballo. En el pueblo la mayoría sabe que Marta y el profesor tienen una relación amorosa de años.
Lorena, la esposa del profesor, fue la segunda en venir el segundo día. Lo primero que me preguntó fue si Marta, mi “gran amiga”, ya me había visitado. Con una expresión idiota le contesté que sí. En ese momento Lorena estalló en llanto y me contó lo que ya sabía, que Marta y su esposo estaban saliendo. Como estaba casi segura de que me suicidaría, no quise mentirle, en eso me igualo a mis contemporáneos moralistas, y le dije que ya lo sabía, incluso lo de su posible hija, la niñita de pelo de cerdas de violín que el muy descarado obligó a que se llamara Tamara. Al salir Lorena me abrazó y me dio ánimo para cruzar el túnel, como ella suponía era el camino entre la vida y la muerte. Supongo que entre menos personas sepan lo de su marido, mejor para ella, pero como pueblo chiquito, infierno grande, todavía le quedaba un largo suplicio por soportar.
Roberto llegó el tercer día a la hora del almuerzo. En lugar de excusarse afirmó que no había podido pasar por su casa a almorzar porque su madre estaba de vacaciones donde una hermana, y en verdad nadie había hecho comida en su casa. Así que la charla la tuvimos en el comedor. Terminé sacándolo a empellones. Me dijo que no me suicidara, que él sabía que yo no sentía nada por él, pero que ya que me quería morir, aguantara un poco y aceptara su propuesta de casamiento, así su apellido se limpiaría de las máculas de una soltería empedernida. Como se atrevió a tocar de nuevo la puerta, le envié a Carlos, el mayordomo de mi padre, que desde su muerte me acompaña en mi casa, nuestra casa.
Carlos asegura que va a ser el último en hablarme, lo hará en el lecho de muerte, porque me será imposible librarme de él. Cosa que no quiero y él lo sabe. De tanto acompañar a mi padre terminó por cumplir sus funciones.
Elisa llegó después de que cerraran las puertas de la casa al tercer día y dejó sobre el borde de mi ventana (la de mi cuarto) un poema sin firmar, dizque para que yo no tuviese que escribir alguno. A Elisa sí que la hubiese querido recibir, realmente abrazar, escuchar, verla, sonreír, quizá llorar entre sus piernas, quizá leer el poema en voz alta y saltar de alegría. Pero no. Así es la vida, se repite una y otra vez sin esa razón que todos buscamos en vano. En la posdata del poema Elisa confesó que no podía verme sin desvanecerse, sin desgarrarse, y también que ella me adoraba tanto que le era imposible decirme que no a algo, así fuese suicidarme. Mi padre la llamaba Theresa, ya que tenía (mi padre), al parecer, la misma manía de Beethoven de llamar a las personas con otro nombre (Carlos en realidad se llama Miguel, pero mi padre se encargó de cambiarle el nombre desde los primeros días). Ella sonreía y se sentaba al piano dedicando a sí misma la interpretación de la bagatela del alemán. Yo la veía como a un ídolo. Mis dedos no eran capaces de despegarse para entonar siquiera una nota.
Después la juventud nos unió como amigas y la muerte, quizá, nos una como almas gemelas, o por lo menos así lo pronosticó ella en su poema. En tres minutos (sigo con lo de la cabalística) vendrá Carlos con una infusión que una partera de las afueras de la ciudad se encargó de hacer. Un minuto después, si no es menos, moriré.
Antes de eso firmaré con mi nombre el poema de Elisa, que se titula La poeta que no tenía otra opción más que suicidarse. Para no morirme con semejante deuda, dejo este relato sin firmar para que Elisa estampe su nombre. Así me podré ir bailando entre las nubes de nuestro cielo, querida mía, y quizás un día, etéreo, azulado, nos podamos reencontrar.
Elisa, un 29 de febrero de 1904, como para que la cábala te acompañe hasta en la muerte.
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